Mientras el cadáver de su hermano Matías espera a ser incinerado, Rubén Bertomeu arquitecto y promotor inmobiliario, plutócrata de nuevo cuño, parece recoger a la interpelación balzaquiana sobre el crimen que subyace a toda fortuna:
He pensado que seguramente sigue en sus tráficos con Guillem. Y también que capitalismo y cocaína tienen algo en común. Construcción y cocaína tienen mucho en común, además de algunas cuentas corrientes engordadas deprisa. La hiperactividad, el empeño por luchar contra el tiempo. Capitalismo y cocaína, este frenético no parar.
En Crematorio, Chirbes se engolfa en el desafuero urbanístico de los últimos lustros. El resultado es una obra calcinadora. Polvo y cenizas. Así, el último destino del cadáver de su hermano; el del paisaje de Misent (microcosmos levantino ideado por el autor) arrasado por el hormigón; así, la decrepitud de Brouard, antaño lúcido escritor ; los ideales arrumbados de una generación. Esqueletos de caballos picassianos que remueven las palas excavadoras…, huella última del crimen. Apoteosis barroca, en definitiva. Crematorio arde en el clímax, pero ya en sus últimas novelas era preceptible un crescendo de ferocidad. Leí en su momento Mimoum y le perdí la pista al autor. Años después, recalé en la Larga marcha y me conmovió; amarga epopeya de los vencidos. Pero ya en las restantes entregas de la trilogía (La caída de Madrid y Los viejos amigos) el tono se envisca. Nada queda del aliento épico de los perdedores . La traición, la renuncia a los ideales y el cinismo se adueñan de la escena en que se ha representado la historia de España de las últimas décadas.